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Olvidamos, olvidamos…el hogar

Olvidamos, olvidamos… el hogar

Luz Marina Vélez Jiménez

lm.velez2@gmail.com

Febrero 22 de 2010

La memoria se diluye y velozmente desaparecemos. De repente olvidamos que la palabra “hogar” viene de fogón —del sitio donde nace el fuego—, de fóculo, fogaje, fogar, fogaril, fogarín, hogaril; del lar donde se cuelga una olla y se entibia su contenido al calor de las brasas. Hemos extraviado la idea de hogar como centro y periferia de la mayor densidad humana; un lugar virtual que huele a carne, hervidos, verduras, sexo, polvo de tapete, tabaco y excrementos. Olvidamos que entre el aliento y el sabor comestible del afecto, el hogar nos confina, nos define, nos endulza y  también nos intoxica.

En el olvido moderno nos representamos de manera efímera en la memoria propia y ajena; desconocemos quiénes somos y, por más esfuerzos que hagamos por recuperar la memoria, nos encontramos perfectos desconocidos. Hemos olvidado pronunciar nombres de localidades, ingredientes, platos y sensaciones; hemos olvidado que el hogar es un misterioso depósito del amor; un relato primitivo y repetido  en el que generación tras generación —como si fueran verduras, carnes y huesos— lo íntimo, lo privado y lo público de las sociedades se ha guisado, endulzado y podrido en él.

El hogar también es metáfora del cuerpo humano; es un sistema de producción nutritiva que transforma en energía el alimento, que centra en el corazón las pasiones; que tiene cabeza, tronco y extremidades; alma, personalidad y comportamiento;  apariencia, salud y muerte; que engulle, mastica, digiere y excreta. Es el emplazamiento de la protección y el aprendizaje.

La cocina es al hogar lo que el estómago es al cuerpo humano: el lugar de la nutrición, la trasformación y la memoria. En esta íntima relación cuerpo (hogar)  a cuerpo (humano), hombres y mujeres de diferentes culturas llevan en invierno sus camas del dormitorio a la cocina. Es preciso para el cuerpo que el hogar siga siendo comestible de domingo a domingo; que la olla, de manera cálida, siga —como cociente— componiendo meriendas infantiles,  energéticos adolescentes y banquetes adultos. Ni por terror ni por amor podemos permitir que se derrumbe esta condición; no podemos, sin embriagarnos con ella, vivir la resaca de su desaparición.

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