AFECTO Y COCINA , por Luz Marina Velez
AFECTO Y COCINA
Luz Marina Vélez Jiménez
La cocina del afecto o cocina familiar, marca desde el nacimiento de sus integrantes, la memoria y la conciencia visual, táctil, auditiva, olfativa y gustativa ―entrena en el placer y en el displacer―. Como metáfora del cuerpo humano, funciona como sistema que transforma en energía el alimento; centra en el corazón las pasiones; posee cabeza, tronco y extremidades; alma, personalidad y comportamiento; es apariencia, salud y muerte; engulle, mastica, digiere y excreta. Como confirmación del sustento humano, es evocación de la madre, el lugar de nacimiento y la parentela; recrea el servicio básico y amoroso del comedor tradicional; se come lo mejor de la tierra, bendice y educa; es comestible de domingo a domingo, compone de manera ceremonial ―en la misma olla― meriendas infantiles, energéticos adolescentes y banquetes adultos; y en esta medida, es el emplazamiento de los hábitos y las costumbres, de la protección, el aprendizaje, y el gusto al comer; tiene su propia sensibilidad; pone de relieve el placer del comensal ligado a la naturaleza, los frutos, la frugalidad; evidencia, según Alejandro Arribas, que este placer es “el motor de los actos vitales de la nutrición. Porque si no existiera placer en un acto vital como el comer, no se comería”.[1] De esta manera el comer humano, y, por tanto la comensalidad de la cocina afectiva es una muestra del acto de compartir la vida.
En la biografía cultural del país, la producción, consumo y proyección del maíz y la papa —productos vernáculos—; la empanada —preparado mestizo—; los boca´os buenos y los boca´os malos —recetarios del Pacífico colombiano—; son instrumentos de transmisión y memoria del afecto familiar, de la ingesta y la fiesta de la “comida hecha con amor”, la “comida de la casa y del “convivio”, la que resume el espacio físico y emocional del hogar. Es la misma cocina que nutre, transforma y da sentido a lo íntimo, lo privado y lo público; transmite la permisión, la prohibición y la sanción del comer y del beber en cada territorio, en cada época y en cada grupo; expresa el “adentro”, el imaginario de domesticidad, la particularidad de la vida cotidiana, como adaptaciones y adopciones culturales.
Cual microcosmos de saberes y sabores, éstas cocinas reúnen personas deseosas de compartir afinidades o preocupaciones semejantes bajo el sortilegio de sus gratos sabores gustativos; en la ilusión de lo sencillo, éstas vinculan el espíritu de la comida, el poder del cocinero y la necesidad del comensal, a través de una relación que calma el hambre, alimenta el cuerpo, alivia enfermedades, y sirve como paliativo en la tristeza y referencia del placer; integra, identifica y provoca el “nosotros” revitalizando músculos, cerebro y corazón como alegorías de la vida material, emocional y espiritual de la familia y, por extensión, de sus invitados. Y es así como la comida afectiva presupone la existencia y el reconocimiento del otro, las ganas de entrar en comunicación con él, repartir la energía alimentaria, compartir un rato agradable, distribuir las tareas familiares ―grupales― y llevar a cabo actos de reconciliación.
La convivialidad que potencia estas cocinas constituye compromisos y ritos de integración y amistad, como la que personifica la conformación de convites para la “cogienda” del maíz y la papa, o la economía práctica con base en la empanada, o la identidad axiológica de los “boca´os” buenos y malos; en términos de la colectividad: una solidaridad que se consolida a través de los placeres de la lengua materna ―comer y conversar― traducidos a ideales de igualdad y de compañerismo, seguridad y armonía social al compartir el alimento.
En América, las culturas del maíz y la papa han cultivado en un eterno continuum el conocimiento, la comprensión, la ocupación y el beneficio de la tierra como posibilidad de creación deontológica, como concepción y expresión ecológica, económica y ecosófica; como transformación y potenciación del bienestar de la comunidad, la solidaridad y la fraternidad.
Como ejemplo de las ideas anteriores, tenemos una de las cocinas más arcaicas y mágicas de la humanidad: la africana, la que evoca por su color, olor, textura y fuerza un universo afrodisíaco enlazado etimológicamente a la raíz griega afro, “espuma”: Afrodita la diosa del amor, que suscita seducción y vitalidad; y etnográficamente, al vocablo latino apricani: “hombre negro, quemado por el sol”. De África llegó al Nuevo Mundo una deliciosa cocina para los sentidos, una encantadora diversidad para la integración, un multisípido regalo para la identidad y una mágica práctica botánica y herbolaria que conjura rituales alrededor del cuerpo, el alma y el espíritu; sus insumos, técnicas y usos han potenciado la “otredad” de sentidos y emociones; dietéticas y terapéuticas; saberes y sabores de un exclusivo mestizaje que ancla en su centro el más festivo, cromático y atemporal sincretismo. En el caso del Pacífico colombiano, la comunidad vive en conjunto el legado ancestral de una cocina extendida desde el ámbito nutricional al medicinal y al mágico; una cocina de mamás, curanderas y brujas que, a través del agua, el fuego, la tierra y el aire, transmuta sensaciones y afecciones de un colectivo “anfibio”, quienes entre rezos y bailes recrean la historia de los conocimientos y los sentimientos heredados, elementos que convierten los “nuevos” alimentos en la “piedra filosofal” de subsecuentes creencias, bajo las cuales se legitiman los “boca´os” buenos y los “boca´os” malos como representantes del bien y del mal.
Por su parte, la empanada ha sido objeto de múltiples usos, escenarios y paladares; expuesta como un “bien” que se ha apartado de la intimidad del espacio doméstico de la cocina, para estrenarse en escenarios abiertos y públicos de la calle, se afirma como patrimonio y bastión culinario de la cultura popular de nuestro país, donde, bien como comida de “pobres”, “ricos”, “esclavos” o “libres”, conserva la singular esencia del verbo empanar. Haciendo parte de la cocina creativa y afectiva, de la cocina recursiva que recicla, que oculta “sobras” para “consumir lo que hay”, para “paliar el hambre” y para “poner a prueba a los comensales”, las empanadas –en la intimidad de estos fogones– se han convertido, en custodia del honor y la economía, bien por el celo con que se guardan los secretos de sus recetas o bien por el beneficio económico que se obtiene con su preparación.
Como práctica “sustentada por mujeres” —que cuentan uno a uno monedas y billetes descubriendo las ganancias del día, para “echar el piso, vaciar la plancha, levantar el muro o construir la casa”, y que en ello recrean el ciclo que les permite comprar para hacer y comer su propia comida—, la empanada amasa en la misma pasta lo sagrado y lo profano; dinamiza el ser, el saber y el hacer de las comunidades que la preparan, la sirven y la comen.
De esta manera, se considera legítimo hablar de la relación entre cocina y afecto como el tema “más importante” del mundo, ya que preocupa a la mayoría de la gente durante la mayor parte de su tiempo. La comida, más que un sustento físico, es historia, memoria y tradición, que a través del mito y el rito se vuelve irracional o suprarracional, instancias éstas que determinan la naturaleza de lo emotivo.
Finalmente, puede decirse que la cocina, como hecho fundador de cultura, y el afecto, como característica constitutiva íntima del ser humano, alimentan los organismos y producen identidades e imaginarios, o lo que es lo mismo: animan la supervivencia y dan sentido a la existencia.
[1] ARRIBAS, Jimeno Alejandro. “El laberinto del comensal. Los oscuros símbolos de la comensalidad” Alianza Editorial. Madrid (España). 2003. Pág. 34.
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