Chocolate
Luz Marina Vélez Jiménez.
El cacao es la creación del dios que preside
los misterios del bosque y las vegetaciones lujuriantes.
Michel Onfray.
El cacao —con su principio activo, la teobromina, “alimento de los dioses”—, fue degustado en Mesoamérica desde el año 1100 a.C. Emblema de una civilización que exacerbaba la abstinencia sexual y la virginidad de quienes disponían su consumo ritual, precedía el deseo de “ser más allá de los límites”, en ceremonias de poder, guerra y fecundidad. La comunión y la copulación orgiástica en su honor manifestaban el erotismo y la virilidad de mayas y aztecas, quienes incursionaban en experiencias iniciáticas de nacimiento, bautizo, adolescencia, matrimonio y muerte.
El chocolate (xocolatl) —que entre piezas de caza, plumas de pájaro e incienso se ofrendó a los dioses de la lluvia, la fertilidad y el comercio— es la espesa bebida de cacao que, mezclada con vainilla, oro, plata o maderas nobles, tomó Moctezuma mucho antes de que llegara Cortés a México. Cuenta la leyenda que la sangre de la diosa azteca Itzqueye, derramada en sacrificio, fertilizó la tierra donde nació el primer árbol de cacao (cacahuaquahitl): regalo de frutos amargos que su esposo Quetzalcóatl entregó a sus adoradores antes de ser desterrado, con la promesa de regresar en 1519. Convencidos de tal retorno, los aztecas vieron a su dios en Cortés, al que reverenciaron sirviéndole, en una copa de oro, el “agua agria”, que recordaba la fuerza, el dolor y la sangre de “su” princesa.
Ese antepasado del chocolate de hoy —“brebaje del guerrero”— contenía especias excitantes (corteza de cidro y de limón, jazmín, canela y almizcle, pimiento y pimienta, anís, jengibre y achiote), y desplegaba una virilidad triunfante que emparentaba a los hombres con los dioses, calmaba el hambre y la sed, curaba enfermedades, simbolizaba la longevidad y concedía la sabiduría universal.
Una vez en Europa, el cacao —“almendra de dinero”— hecho chocolate fue considerado una bebida misteriosa que embriagaba, intoxicaba y promovía la pasión sensual, y, por su alto costo, un objeto de lujo; el mismo que, perdiendo su exótica reputación, fue popularizado en el Siglo de las Luces por monjas y burgueses como “bebida reciclada” (con vainilla y azúcar en diferentes estados: en tabletas, crema, helado o molido), llegando a la Modernidad hecho marca (Eskimo Pie, Toblerone, Nutella, Smarties…) y a la Posmodernidad como excentricidad sibarita (trufas de Knipschildt Chocolatier, a 3700 € el kilo; boutiques de chocolate de Godiva; chocolate con oro comestible de DELAFEE; y los desfiles de moda con vestidos de chocolate del Salon du Chocolat de Zurich).
Lo anterior pareciera sostener el “secreto” que Madame d’Arestrel, superiora del convento de Belley, le contó a Brillat-Savarin: “(…) Dios no nos guardará rencor por este pequeño refinamiento; al fin y al cabo, ¿no es Él todo perfección?”.
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Negro, excitante y reparador
Luz Marina Vélez Jiménez.
“Los árabes son pueblos de las matemáticas,
de la arquitectura geométrica, de la abstracción conceptual…
y del café que las permite.”
Michel Onfray.
El café es un filtro mágico, negro como la piedra de la Kaaba (meteorito reverenciado en la Meca), excitante y reparador; según Diderot, es la misma droga, que arrojó Helena, la hija de Zeus, a la crátera (vasija contenedora de vino y agua) para calmar el dolor y la ira por la ausencia de Ulises. Sus moléculas favorecen la lucha contra los estados soporosos causados por Hipnos —el sueño— (son eugregóricas), exacerban las capacidades cerebrales y estimulan la reflexión.
Reseñado por monjes, viajeros, médicos y filósofos como “brebaje metafísico”, “líquido precioso” —que encanta, da energía y vuelo—, “néctar negro de los dioses blancos” y “amarga invención de Satanás”, entre otros calificativos, el café es el resultado de un proceso culinario que tuesta, tritura y bulle los frutos del cafeto: un arbusto tropical del género coffea, originario de Etiopía.
En la genealogía mítica del café se inscribe su historia como la de un “redentor” nacido en un paraje entre Arabia y África. Cuentan que Sciadli y Aidrus, dos religiosos musulmanes dedicados a la oración y al pastoreo de cabras, advirtieron en ellas una extraña excitación; inquietos, buscaron el motivo y descubrieron que además de tusilago, salvia y mimosa, los animales habían consumido las bayas de un arbusto que llevaron ante su imán (líder), quien casi de golpe inventó la preparación del café tal como se toma hoy. Otra leyenda pone en escena a Mahoma sufriendo de una languidez inexplicable, caracterizada por un profundo sopor, y a Gabriel, el emisario de Alá, liberándolo de la misma con un trago de kuebwa (“lo excitante”), un brebaje que le dio el vigor para desarmar a 40 jinetes y satisfacer a 50 mujeres.
“Negro como el demonio, caliente como el infierno, puro como un ángel y dulce como el amor” se toma ceremonialmente el café en Etiopía. La buna (pausa del café) marca un alto en las actividades cotidianas para ofrecer, entre inciensos, hojas y flores aromáticas, tres rondas de café. Un espacio en donde se rememora el vínculo sagrado hombre-naturaleza y se recrea frente a los invitados, paso a paso, su preparación: se tuesta en un baretmetad (hornillo de carbón); se muele en un mukecha (mortero); se especia la infusión con cardamomo, jengibre y clavos de olor en una jabeba (cafetera tradicional); se sirve en sini (tazas); y es repartido por las mismas anfitrionas.
Etíope, vietnamita, colombiano; en cafetera de filtro, máquina de espresso, prensa francesa; tipo ristretto, frappé, bombón; símbolo, indicador económico; reinventado por el barismo; protagonista del latte art; embotellado o encapsulado, el café sigue provocando excitación y pausa: ese reconfortante ir y venir del diálogo.
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El té, elixir de vida
Luz Marina Vélez Jiménez.
“El té es el resultado del azar y la cultura. La resultante del matrimonio entre lo aleatorio y la codificación ritual.”
Michel Onfray.
En el panteón de las flores y las hojas que liberan el cuerpo de las pesadeces de lo cotidiano, el té tiene un sito especial; el jardín en el que crece es un templo, el cuidado que le consagran es una obra estética y el sorber que concede, reaviva. Las mitologías asociadas a su consumo cuentan que es un brebaje usado por los dioses para aliviar sus dolores y por los hombres para animar el cuerpo y el alma. En las magias de la decocción y la infusión, el té libera al cuerpo del adormecimiento y la fatiga, de las tensiones entre el alma y la carne.
El “brebaje de la inmortalidad” es asociado en China a la imagen poética del emperador Chen Nung contemplando el atardecer desde su jardín, mientras una hoja de Camellias inensis desciende, con gracia, hacia su taza de agua hirviente, produciendo el milagro de una delicada infusión. Otra de las historias del origen del té cuenta cómo Dharma, el príncipe indio que enseñó el budismo Zen, tras largos años de ascesis se quedó dormido y, al despertar, encolerizado por su debilidad, se cortó los párpados, para nunca más ceder al sueño. Los sepultó y continuó su camino. Tiempo después advirtió que en ese mismo lugar había crecido un arbusto cuyas hojas tenían forma de párpados; masticándolas descubrió en ellas el poder de los ojos abiertos, la alegría y el vigor.
A estos descubrimientos “naturalizantes”, azarosos o fabulosos, les sucede un especial proceso de codificación simbólica que nomina, sistematiza y ritualiza los jardines, las cosechas y las ceremonias de consumo del té que, ligero o espeso; blanco, verde, rojo, azul o negro; en polvo, pastilla, espuma o infusión; y asociado al incienso, la cerámica, las flores, la caligrafía, los kimonos o los suisekis (piedras que recuerdan el paisaje), entre otros, actúa como el corolario para refinar las maneras, mejorar las relaciones, armonizar y hacer la vida cotidiana más agradable. El ritual de la infusión del té es un ejercicio espiritual altamente simbólico, es la vía de acceso a la sabiduría Zen; expresa la intimidad de una civilización; engendra el teísmo: un ligar simbólico y real, una solicitud de lo superior, una forma de estetización de la existencia.
Asistimos a una época de consumos masivos y desacralizados que desconoce la importancia histórica del metal de una tetera, de la madera del carbón, del barro de la cerámica, de la magia del fuego y de la vitalidad del agua; una época que se extraña con la insipidez del té —en términos de Lao-Tse, que teme a ser sabia, a saborear el no-sabor—.
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Beber, vivir
Recuerdo que el camión de reparto de vino a granel de Manolo Moneva de Almonacid de la Sierra, llevaba (quizá la siga llevando) una especie de visera o parasol en el cristal de la cabina del conductor que rezaba (o reza): “Vive bien, bebe bien”. Desde hace ya un tiempo el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, con la financiación de la Unión Europea, tiene en marcha una campaña, no demasiado vista por cierto, al menos por estos territorios, que bajo el nombre de “Quien sabe beber sabe vivir”, colabora a difundir este mensaje de consumo cotidiano responsable del vino, como complemento ideal a las comidas, compartidas en el entorno social, profesional, familiar y personal.
Dice la campaña que si la receta de la felicidad consiste en saber disfrutar los instantes, una copa de vino es uno de sus ingredientes. Vives en el mayor viñedo del mundo: el país de la exquisita dieta mediterránea. Con más de 100 variedades distintas de uva y 69 Denominaciones de Origen que velan por su calidad, reconocida en todo el mundo. Porque quien bebe vino con moderación, sabe disfrutar, comer, reír, compartir… Porque quien sabe beber, sabe vivir.
En el libro “50 recetas para disfrutar del vino” personajes del mundo de la moda, el arte, la cultura, deporte, cine, comunicación y otras disciplinas ofrecen su receta favorita que acompañan con algún consejo de índole personal. Así vemos a Julia Otero, Joan Roca, Jesús Olmedo, Santiago Dexeus, Inés Ballester, Manel Fuentes y así hasta cincuenta personajes.
Se resalta la Dieta Mediterránea como factor muy importante en el mejor desarrollo de la alimentación y del estilo de vida a lo largo de todo el libro y de la citada web. Que se lo digan a Manuel Moneva y antes al “tío Manuel”, su padre, el abuelo, que cuando te enseñaba la bodega, sin duda una de las más “calientes” de toda Cariñena, iba comiendo ajos crudos y así trasegaba los litros diarios de tinto de 18 grados ( ¡qué buenos esos vinos!) que consumía cada día. Se murió muy mayor…, ¿será también eso Dieta Mediterránea?
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